lunes, 27 de agosto de 2012

CORALITO ¿QUÉ?



                Después de muchos días, se convirtió en mariposa. Le salieron unos dispositivos en la espalda que Coralito no sabía usar, le pesaban.            
                Vivía en una comunidad de eternas orugas. Las que lograban convertirse en mariposas y emprendían el vuelo, no regresaban; se convertían en leyenda.
                Coralito trabajaba; trabajaba mucho. Dirigía un escuadrón de hormigas, y de ellas aprendía a trabajar en equipo y a ser diligente, pero Coralito no era hormiga. Aun así, siendo las langostas el mayor enemigo de las hormigas, también lo eran de Coralito.       
                Día a día tenía que trabajar para alimentar a su familia, pero las orugas no le daban trabajo; es más, las orugas no conocían el trabajo, por eso tenía que ir a la colonia de hormigas que estaba a la vuelta del naranjo para conseguir trabajo y alimento.           
                Cuando a Coralito le salieron alas, las orugas no dijeron nada, y Coralito tampoco quiso preguntar qué era aquello que salía de su cuerpo.
                Una mañana, yendo Coralito de camino al trabajo, al mirar el cielo, lo encontró todo gris. Las nubes se veían sucias y pesadas; Coralito se espantó. Había dejado a sus bebés orugas en casa, y su trabajo en el hormiguero la esperaba.

                  ­­–No te asustes –dijo una vocecilla perdida en el aire.

                Coralito se sobresaltó aún más, buscando a su alrededor y por encima de ella al ser del cual provenía la voz.

                –Sé que no lloverá –dijo de nuevo la vocecilla, y se descubrió ante Coralito un colibrí de color naranja.

                –¿Y cómo es que lo sabes? –dijo Coralito.

                –De nubes y tormentas yo lo sé todo; no lloverá. Lo que no sé es por qué te preocupas por la lluvia…

                –¡Porque si llueve, moriremos!

                –¡Oh! Pero, ¿cómo?

                –Sí, si llueve, el hormiguero, ¡toda la colonia! será arrasada por el agua; moriremos ahogadas y no habrá quien nos salve.

                –¿Acaso vives en un hormiguero?... ¿Cómo te llamas?

                –Me llamo Coral. Y no, pero te trabajo en uno.

                –¡Oh, ya veo! Pues no tienes por qué preocuparte, Coralito… ¿te puedo llamar así?

                Ya con un ánimo más tranquilo, Coralito respondió:

                –¡Claro! ¿Y yo cómo puedo llamarte a ti?

                –Bueno, pues eso depende de qué seas tú… Verás, las hormigas me conocen con un nombre; pero tú no eres hormiga...

                –¿O sea que tienes muchos nombres?

                –Sólo uno, pero pocos lo conocen. Así que dime, ¿qué eres?

                Coralito se quedó pensando, pero cuando volvió a mirar arriba, el colibrí ya no estaba. Siguió caminando hasta el hormiguero, pensando y pensando en el color brillante y hermoso de las plumas del colibrí.   
                Esa mañana de arduo trabajo con todas las hormigas de su escuadrón, les sorprendieron las langostas. Pequeñas –y grandes también– corrían atemorizadas por el ruido estremecedor de sus alas. El enemigo se acercaba.          
                El jefe de las langostas se paseó por la tierra, examinando a cada hormiga, infundiendo un terror más notable en las más pequeñas. Al llegar frente a Coralito, la miraba con enojo, pero sabiendo que no era hormiga, la pasaba por alto. Una vez amedrentado todo el hormiguero, volaban de regreso a su guarida.          
                Coralito sentía miedo, pero no como las demás hormigas. Comenzó a preguntarse por qué sería así. Recordando el incidente de la mañana, reflexionaba: “Quizá yo no tengo miedo porque soy oruga, no hormiga… ¿O soy hormiga? ¡No! No soy hormiga…”
                Al llegar a casa repartió la comida entre su familia, revisó también la semillita de una campanita que había sembrado en el jardín. Aunque todos los días la cuidaba, y la invitaba a florecer, la semillita no respondía. A Coralito le daba mucha tristeza. Había días en que parecía que la semillita le escuchaba, y que por fin iba a abrirse, pero nada sucedía.
                Más días pasaron... las orugas de la comunidad seguían siendo orugas. Pero lo que brotaba de la espalda de Coralito comenzaba a cansarle. Cada día se oían los cuchicheos de las orugas a espaldas de Coralito; y también esto comenzaba a incomodarle.               
                Las señoras orugas tejían a mediodía sus crisálidas, dormían, y volvían a despertar hasta muy tarde al siguiente día, para comer; así era cada uno de sus días. Coralito no; Coralito tenía que madrugar, caminar alrededor de un naranjo para ir a trabajar, llegar a tratar de despertar a su semillita, y alimentar a sus bebés orugas, y aparte de todo, esas cosas que tanto le pesaban en su espalda la fastidiaban.
                El otoño llegó. Las hormigas trabajaban para llenar de nuevo el almacén de comida, recién asaltado por las langostas. Mientras tanto, la comunidad de las eternas orugas saltaba sobre las hojas secas y se divertía; Coralito trabajaba.               
                Por la mañana de un jueves, pasados ya muchos, muchos días, yendo al trabajo y viendo el cielo de nuevo gris, volvió a encontrarse con el colibrí. Coralito quería saludarle, pero no sabía qué nombre gritar.

                –¡Buenos días, Coralito!

                –¡Muy buenos días! Dime algo, ¿lloverá?

                Con una sonrisa y ternura en su voz, el colibrí respondió:

                –¿Por qué te preocupa tanto que llueva?

                –Porque trabajo en un hormiguero…

                –Pero dime, ¿eres hormiga?

                –No, señor, no soy hormiga.

                –Bien; pues no te preocupes, no lloverá.

                –¡Gracias! ¡Oye…!

                –¿Sí?

                –Aún no me dices cómo puedo llamarte. Aún no sé tu nombre…

                –Coralito… quiero que me digas qué eres.

                Coralito ya sabía que no era hormiga, entonces… ¿era oruga? Nuevamente, como la vez anterior, al mirar arriba ya no vio más al colibrí.      
                Siguió su camino para ir al trabajo, pero al llegar, recibió una mala noticia: el invierno estaba muy cerca, y las hormigas trabajaban a toda marcha para conseguir su provisión; pero en el invierno ya no trabajarían más, pues no encontrarían nada para comer. ¿Qué haría ahora Coralito?
                Con el semblante un poco triste, y la espalda cansada, atravesó el mar de orugas que retozaban sobre las hojas secas, haciendo un murmullo al pasar Coralito. Llegó a jugar con sus bebés y a alimentarlos, pero ese día decidió no ir a ver a su semillita… estaba muy triste y cansada.
              Toda la noche Coralito no pudo dormir pensando en lo que sería de su familia si se acababa el trabajo para conseguir su alimento.   
                A la mañana siguiente salió con la decisión ya tomada: viviría con las hormigas. No era hormiga, pero había trabajado igual que ellas, con ellas, para ellas; no podían negarse a recibirla. Salió tan contenta y aliviada por la decisión que tomó, que comenzó a cantar, pero no se daba  cuenta de que su melodía atraía a alguien inesperado…   
                De pronto, la sorprendió una langosta en su camino; voló tan velozmente hacia Coralito, que al aterrizar, levantó el polvo a su alrededor. Coralito gritó del susto.

                –¡¿Qué haces aquí?!

                –¿Qué haces tú cantando?

                –¿Es que acaso no puedo cantar? –preguntó asombrada.

                –¿Por qué cantas? –respondió ásperamente la langosta, parecía molestarle bastante que Coralito cantara.

                –¡Oh! Porque este invierno viviré con las hormigas…

                La langosta, enfurecida, extendiendo sus alas, remontó otra vez el vuelo, gritando desde el aire:

                –¡Las orugas no robarán nuestra comida!

                Salió dejando sólo el zumbido de sus alas tras de él, mientras Coralito, asustada, corría aprisa hacia el hormiguero. Al llegar allí, acudió con la hormiga reina para hablarle de su asunto…

                –¡Oh, querida, pero tú no puedes vivir con nosotras!

                –Pero, ¿por qué no? –preguntó muy triste Coralito.

                –Porque tú no eres hormiga.

                –Pero he trabajado con ustedes, para ustedes… Yo necesito de su ayuda.

                –Pero tú no perteneces aquí; tu lugar está con los tuyos, los que son como tú.

                “¿Con los míos?”, se preguntaba Coralito. Tan sólo de imaginarse cómo sería un día entero en la comunidad de orugas en la que vivía, le daba escalofríos. Esos no podían ser los suyos… “Pero si no pertenezco con las hormigas, ni tampoco con las orugas, ¿cuál es mi lugar?”      
                Cabizbaja, con su ya habitual dolor de espalda y una gran tristeza que la embargaba, trabajó todo aquel día con la misma diligencia de siempre, aunque también la preocupación hacía mella en sus pensamientos: ¡la langosta se había ido tan enojada después de hablar con ella aquella mañana!           
                Con una pequeña ración extra de comida que la reina ordenó que le diesen, Coralito caminó rodeando el grueso tronco del naranjo para regresar a casa.             
                La nostalgia la limitó a simplemente alimentar a sus pequeños, que ya habían crecido, sin darse cuenta de que había algo diferente en ellos... Después de comer, salió a ver a su semillita, esperando que brotase la campanita que tanto anhelaba ver, para que esa alegría consolara un poco la preocupación y la tristeza. Pero de nuevo, nada cambió.           
                Esa noche, un sueño profundo cayó en ella, de manera que no hubiera podido de ninguna manera evitar lo que sucedería. A la mañana siguiente, al salir el sol, Coralito salió a darle los buenos días a su semillita, cuando… ¡La semillita no estaba donde siempre! Estaba hecha pedazos, regadas sus partes por todo el jardín destruido: ya no quedaba ninguna esperanza de que su semillita un día fuera una bella campanita.            
                Coralito gritó de horror, y salió corriendo para saber lo que había pasado. Su sorpresa fue mayor cuando vio toda la comunidad de eternas orugas en ruinas: crisálidas en el suelo, destrozadas, las hojas secas en las que jugaban antes ahora estaban dispersas, por todas partes, señalando una invasión nocturna… “¡Las langostas!”, pensó Coralito…    
                No dejaba de llorar, preguntándose por qué había acontecido tal injusticia. Muchas oruguitas estaban heridas, con frío, temblando del susto; sus crisálidas estaban a la intemperie, sin ningún tipo de protección. Coralito siempre les había aconsejado construirse casitas en la tierra como la suya, pero ninguna le hizo caso.      
                ¡Pobres señoras orugas! Aunque Coralito hubiera preferido quedarse, sabía que era su último día de trabajo con las hormigas, y que poco o nada podía hacer al quedarse; quizá ahora necesitaba el trabajo y el alimento más que nunca.               
                Al ir saliendo de la comunidad, notó el cielo gris, muy gris: parecía que en cualquier momento se desplomaría sobre la tierra. Como si ya esperara verlo, apareció el colibrí. Coralito iba llorando por el desastre…

                –Coralito, ¿qué tienes?

                Entre sollozos, comenzó a contar la historia.

                –Eso es muy triste, Coralito –dijo el colibrí.

                –¡Y para colmo estas cosas que cargo en mi espalda! ¡Ya no lo soporto! –añadió con desespero.

                –¿Qué le sucede a tu espalda?

                –Desde hace algún tiempo siento un peso que se ha vuelto insoportable, me fatiga demasiado… Las orugas sólo cuchichean sobre ello, pero nadie me ayuda ni me dice nada.

                –¿Sabes qué es lo que tienes sobre tu espalda?

                Secándose las lágrimas, Coralito respondió:

                –No, ¿tú sabes?

                –Por supuesto que lo sé… desde acá arriba puede verse todo.

                –¿Qué es? ¡Dime qué es!

                –Son alas.

                –¿Alas? –preguntó Coralito con grande asombro en sus ojos.

                –Sí, alas… unas hermosas alas para volar.
                –Pero… ¡si yo soy una oruga!

                –No, Coralito –con ternura respondió el colibrí–, tú no eres una oruga. Trabajas con hormigas, pero no eres una hormiga; vives con orugas, pero no eres más una oruga.

                –Entonces, ¿qué soy?

                –Tú eres una mariposa, Coralito, una bella mariposa capaz de volar…

                –Pero, ¿por qué las alas pesan?

                –Porque las alas no son para cargarlas mientras caminas, son para usarlas mientras vuelas...

                Coralito estaba atónita. ¡Ella era una mariposa! “¿Cómo es que no pude saberlo antes?”, con asombro se preguntaba. Sabiendo ahora lo que era, insistió en preguntar cuál era el nombre del colibrí:

                –Ahora que ya sé qué soy, ¿me dirás cuál es tu nombre?

                Un relámpago a la distancia, y el sonido estridente de un trueno que parecía haber salido del propio corazón de Coralito interrumpió la conversación. Agitando sus alas, mostrando su bello color en medio del cielo gris, el colibrí dijo:

                –Coralito… hoy lloverá.

                –¡Oh, no! ¿Qué debo hacer?

                –¡Vuela!

                Coralito corrió de regreso a su casa, con su familia. Al verlos, al fin notó que llevaban sobre su espalda dos alas sin extender, igual que ella. Tomándolos y llevándolos al jardín, con la vista puesta en el cielo, Coralito extendió sus alas… Eran hermosas. Sus hijos, al verla, hicieron lo mismo; y así, emprendieron el vuelo en medio de la tormenta.
                Los colores de sus alas parecían danzar sobre el lienzo gris y oscuro del cielo, atrayendo la atención de las eternas orugas que las contemplaban desde el suelo, mirando cómo se alejaban y se alejaban del lugar.          
                Cuando la emoción de atravesar el cielo y ver desde las alturas lo que antes fue su hogar hubo pasado, Coralito se preguntó: “¿Y ahora adónde iremos?” 
                El colibrí naranja, volando con agilidad en el aire húmedo por la lluvia, les alcanzó en el aire. Sin decir palabras, las mariposas lo siguieron. Se veía cómo las gotas de lluvia caían sobre la tierra, pero ni a Coralito ni a su familia los mojaban.               
                La tormenta fue disolviéndose, hasta que se vio brillar el sol sobre el cielo azul y claro de nuevo. El colibrí voló más bajo, señalándole a las mariposas lo que estaba debajo de ellas: las condujo hasta un huerto de hermosas flores, de todos los colores, donde encontrarían su alimento a partir de entonces.        
                Coralito no podía creer lo que veía… Posándose sobre una y otra flor, se detenía a contemplar el colorido paisaje. Sus pequeñas mariposas jugaban entre las flores. El colibrí se acercó a Coralito y le dijo:

                –Sígueme.

                La llevó hasta un grupo de flores que parecían esconderse entre todas las demás, en el centro del huerto.

                –¡Son campanitas! –gritó de emoción Coralito, tanto, que las lágrimas se asomaron por sus ojos; pero eran lágrimas de alegría, ya no de tristeza–. ¿Cómo llegaron aquí?

                –Cualquier semillita, sin importar cuál sea la flor que se espere ver, no puede crecer si la lluvia no cae primero sobre ella…

                Así, Coralito no sólo supo el nombre del colibrí naranja, sino que pudo conocerlo a él. Se hicieron amigos, y voló con él todos los días. Lo que antes provocaba el cansancio en su espalda, ahora lo usaba para volar junto al viento; lo que antes era una carga y provocaba el cuchicheo de las orugas, ahora descubría que era su libertad para elevarse a pesar de la lluvia o cualquier tormenta. No volvió a sentirse como una hormiga, o como una oruga; Coralito… Coralito mariposa.

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