Este es en realidad, algo viejito...
Un amor de verdad no se busca. Pero se halla.
Al verdadero amor no se le huye, no se corre despavorido ante sus señales de vida;
a un amor verdadero no se le mata, no se le hiere, no se le escapa.
Cuando un amor es real, no podemos huirle, porque nos atrae;
no podemos permanecer escépticos ante su llegada, porque nos salpica la magia:
brota desde esa sensación de mariposas en el estómago
cada vez que se ve a la persona que hemos elegido como objeto de nuestro amor,
cuando se le habla o se le escucha mencionar.
Al amor de verdad no se le persigue, porque se acerca por sí solo, de a poco...
Un amor de verdad no llega por voluntad de uno:
viene por dos que se hacen uno solo.
Así nace, así vive, así crece...
Al amor no se le mata, no se le hiere, no se le escapa.
Un amor no se sueña, no se imagina, no se idealiza,
porque el amor es así: te sorprende, te marea,
te mata de sueño, de hambre y de risa...
El amor de verdad es tan cambiante como lo es nuestra alma,
pero tan permanente como se le haga durar.
El amor embellece al que ama... El que ama no cambia a su amado,
es el amor el que lo hace cambiar...
El amor no dura tres meses, tres años ni tres siglos:
el amor nunca deja de ser. Cuando el amor es verdadero, el tiempo es pasajero.
Un amor de verdad es lo que llena el espacio que queda vacío en nuestro corazón
al despojarnos del orgullo, amarguras, enojos, envidias, hipocresías, egoísmos...
Un corazón limpio y maduro es cuna del verdadero amor.
Al amor no se le mata, no se le hiere, no se le escapa.
La vida se vuelve un sendero de corazones transeúntes, aguardando encontrarse con el amor.
El amor se vuelve a escapar en el aire, esperando encontrar la ocasión.
jueves, 29 de mayo de 2014
Los crueles, los débiles y los soldados
Hay personas a las que es imposible amar. Se quedarán como un recuerdo de un anhelo insatisfecho; en los más tiranos, como un reto que no pudo cumplirse; pero en los más débiles, el recuerdo de esa persona que jamás se dejó amar, quedará como un permanente vacío, como una derrota con nombre y apellido, como un fantasma que rondará a todos aquellos seres con los que se quiera enmendar el vacío, pero en su interior, esos débiles seres saben que jamás se llenará el hueco que dejó.
En su interior, los débiles saben que andarán por la vida, o más bien, vagarán, buscando una persona en la que puedan cumplir la tarea que les dictaba el alma: amar a alguien imposible de amar. Los débiles buscarán el rechazo de otros, lo abrazarán y se aferrarán a él, para mantener vivo el recuerdo de aquel que no se dejó amar, y mientras más crezca el repudio hacia su persona, irónicamente, más cerca se sentirán de saldar esa deuda. Los débiles se acostumbrarán a conformarse con el ladrillo envuelto en terciopelo; los débiles creerán que una vida así: sacrificada, conformista emocionalmente, es todo a lo que pueden aspirar. Los débiles añorarán los maltratos brindados por aquella cruel persona, porque los débiles creen que la crueldad proviene de la enfermedad del alma, y ellos creen que pueden curarla. Pero no pueden.
Mientras más se aferra el débil a la idea de que podrá superar algún día al cruel, más se ata con él. Nunca podrá. Porque es débil.
Las personas fuertes, en cambio, no ignoran la realidad: hubo alguien que no los quiso, que rechazó su amor, aún cuando sabían que lo necesitaban para salvarse a sí mismos; los fuertes saben que el error jamás estuvo ni en sí mismos ni en los crueles: no hubo error, solo una mala experiencia, pero nadie se equivocó al conocer al otro, debían hacerlo: el uno necesitaba conocer que existía el otro.
¿Superarlo? Cuando el corazón manda querer a una persona, es una orden que la mente jamás podrá desobedecer, por más artimañas y argucias que engendre, jamás podrá esquivar la orden de amar. No se puede superar a esas personas, porque forman parte de la vida, porque se quedarán para siempre ahí, en un rincón de la memoria, aunque algún afortunado día se les llegara a olvidar.
¿Entonces? Aceptar el hecho: detener la lucha por amar a quien no se deja, detener la sangre y el fuego cruzado. Se miden los gastos de la guerra, se analiza el panorama, y se divisa un nuevo blanco, no para atacar, sino para conquistar.
Cuando se empieza una guerra no se sabe en realidad el resultado final: aún cuando se confíe mucho en la propia capacidad: todo puede pasar. Los vientos pueden ser contrarios, las inclemencias del tiempo pueden arrasar con todo un ejército sin siquiera haber encarado al enemigo. Se lucha con la esperanza de poder ganar, sabiendo que se puede perder. Aunque se sufra una derrota, se adquiere experiencia en el combate, experiencia que se suma a la ganada en la anterior batalla; y ¿sabes? al final de cuentas, no es exitoso el que ganó más luchas, sino el que se hizo mejor soldado.
La plomada no mide las batallas, mide al soldado.
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