lunes, 29 de julio de 2013

Grink


Lo escribí hace tiempo... Soy pésima para elegir nombres. Jaja. El presente es algo así como un retrato de un ser extraordinario, que, aunque no lo crean, llegué a conocer en la vida real (¡qué loco, ¿no?!): o sea, inventé una criatura emocionante, la describí, y luego me la encontré. Eran idénticos (a excepción del color de ojos). El personaje de la vida real causó el mismo efecto en mí: el mismo que causó Grink. Aquí les va:



Se llamaba Grink. Con solo mirar a una persona absorta en sus pensamientos podía discernir cada palabra, cada expresión y sentimiento que le atravesaba por la mente. Uno se sentía desenvainado frente a él; más que sus ojos, era su espíritu esclarecedor el que arrancaba las máscaras que el ser humano se ha sabido inventar para mantenerse íntimo, secreto y desapercibido. Pero con él no: las máscaras eran transparentes... podía mirarte y no verte, pero te sabía.

Parece que a propósito de su talento (o perjuicio para quien lo veía así) le fueron colocados dos ojos azules, tremendamente azules, como el color del mar a la penumbra de su profundidad, que todo lo esbozaban en la superficie de su infinidad.

La cuestión es que nunca fue alguien, aunque tampoco puede decirse que no fue nadie: estaba allí, y a la vez se difuminaba con la propia naturaleza etérea del aire, con la atmósfera, con el grito de la luz del día. Su perfume era regalo de la sutileza del entorno, pero siempre agradable; su estampa, la más fina y pulcra... Algunos lo tildaban de ángel; otros, como emisario de la mismísima pureza ideal; aunque para  otros, no era más que algún tipo de rareza ascética y austera... Como fuera, él era. El sabía. Llegaba adonde nadie le pedía, pero alguno le deseaba; otro le aborrecía.

Un día en la vida de Grink incluía un viaje en el transporte turístico de la ciudad. Parecía fantasma que retozaba en la ridícula paz del ambiente urbano; era gracioso ver cómo las hebras de su cabello tomaban la forma del viento, descubriendo a veces su frente, dejando entrever las pecas más vivas sobre su piel de color casi muerto. Lo que era común para el adulto promedio para él era extraordinario, mas lo que era extraordinario para el más maduro de los hombres de su edad, él lo consideraba nimio.

La belleza de su carácter contemplativo conquistaba con reservas al anciano invidente de la calle Norton. A Grink, no podría decirse que le encantaba visitarlo, pero había un destello descomunal en sus ojos cristalinos cuando se hallaba cerca suyo. ¿Qué hacían?, ¿de qué hablaban? ¿Hablaban? ¿Cómo? Son el tipo de preguntas que la gente ociosa contestaba con mezquina benevolencia, pues no se trataba de un ilustre de la ciudad, ni de alguien de quien pudiera obtenerse favor alguno... ¿qué más daba hablar mal del austero Grink?

Lo ajeno no le interesaba en lo más mínimo al genio: ni la casa de su prójimo, ni sus banquetes, ni su mujer, ni sus bienes; nada en absoluto aprehendía la voluntad de aquel que contemplaba lo invisible. Enamorado estaba del silencio, eso sí: podría jurarse que nació en él, y que ese fue siempre su hogar. Y no hacía falta la interrupción, en realidad nunca fue necesaria la intervención de su voz: sin palabras él se defendía de los rumores, sin jeribeques se daba a entender a los dichosos (o desventurados) que iban siendo escudriñados.

Yo ansiaba tener un encuentro con él. Quería que me descifrara, que me descubriera, pero cuanto más lo deseaba, más lo buscaba... y más se alejaba de mí mi anhelo.

Después de meses de buscar propiciar el encuentro sin obtener nada, decidí simplemente ignorar mi deseo, con la profunda esperanza de que haciendo así, ignorándolo, se acercara. Me duraba una semana o dos el olvido, y volvía de nuevo a la ansiedad. Lo buscaba en todas partes, en cada lugar donde se sabía que él andaba, donde yo lo había visto, donde la gente me decía que él estaba, y solo no lo encontraba. No lo encontré.

Recuerdo una vez haber subido al transporte turístico de la ciudad, según mis excusas, "para salir de mi rutina y contemplar mi ciudad en lugar de sufrirla"; la realidad era que había subido para buscarlo por toda la ciudad desde un buen lugar para observar y lograr identificarlo. Allí escuché a una señora hablar de su encuentro con él. Fue extraordinario; ella se quejaba: "... me sentí expuesta. Ni Grink ni un ángel ni un monje ni nadie tiene derecho de juzgar así a la gente." Se sintió juzgada. Salió culpable... culpable del escrutinio de Grink. ¿Por qué?

Escuchando eso comencé a preguntarme cuál sería el veredicto suyo al haberme discernido completamente, cuando ocurriera... si es que ocurría. ¿Sería culpable?, ¿inocente? ¿O irrelevante? Quizá la tercera opción: irrelevante, eso es lo que soy; por eso Grink no me escudriña: porque no tengo relevancia... Y a pesar de todo, a pesar de mí, a pesar de él, sigo esperando nuestro encuentro.